La virtud y honor
Es muy probable que para buena parte de quienes conforman las jóvenes generaciones –e incluso para algunas de las ya no tan jóvenes–, las estrofas del Himno Nacional de Venezuela no tengan la mayor importancia, más allá del hecho mismo de haber sido trilladas, una y otra vez, en el molino de los protocolos institucionales, a pesar de que el proselitismo político le haya sacado provecho a una que otra de sus oraciones más significativas. Eso sí: descontextualizándolas y mutilándolas convenientemente, como suele suceder con los banderines usados y deshechos por el ciego y vacío recurso ideológico propio de los intereses de cierta militancia partidista.
Y quizá –con la única excepción de
España, cuyo himno carece de letra– en todas partes del mundo suceda más
o menos lo mismo: todo buen ciudadano hincha su pecho, canta el himno y
cumple con los rigores de la formalidad del caso. Pero pocos son los
que se preguntan por su contenido, por su origen, por lo que quiere
decir aquello que han estado cantando por años y que repiten una y otra
vez. Solo que en el caso del Himno de Venezuela la cosa resulta
particularmente curiosa, porque se dice que la música que acompaña su
letra fue originalmente una canción de cuna en tiempos de la Colonia. Y,
de hecho, aún se habitúa arrullar a los niños tarareando su dulce y
suave melodía, por cierto, y a pesar de Juan Bautista Plaza, muy poco
marcial y más bien civilista, más poema lírico que marcha, como si
hubiese salido de las tonalidades de los Himnos de la noche de
Novalis, en los que el Yo narra la trascendencia del proceso de
formación cultural interior. “Los siglos eran como momentos y se podía
sentir su cercanía”, afirmaba el poeta.
No es improbable que aquel pardo
libre, Juan José Landaeta –¿o quizá Lino Gallardo?– se inspirara en la
antigua canción de cuna en cuestión para componer el “Gloria al bravo
pueblo”. A fin de cuentas, lo han hecho todos los buenos artistas: nunca
imaginó el Docteur Gachet que su rostro taciturno y
melancólico se transformaría, en las manos de Vincent van Gogh, en uno
de los lienzos más representativos de la atmósfera intelectual que
tipifica la condición humana del hombre moderno. Ni la señora Susette
Gontard, transfigurada por Hölderlin nada menos que en la reedición
sublime de la Diótima que guiara a Sócrates por las sendas de
la comprensión del amor. En todo caso, la virtud y honor, presentes en
la primera estrofa compuesta por el bachiller en filosofía, médico y
periodista –¿o tal vez el filósofo, poeta y lingüista Andrés Bello?–,
ponen de relieve la decidida influencia de las filosofías de Maquiavelo,
Spinoza, Montesquieu y la llamada Ilustración en la concepción política
y social a partir de la cual se fue consolidando la creación de la
república venezolana. De ahí la importancia de estudiar a fondo sus
pensamientos, y especialmente lo relativo a los conceptos de virtud y
honor, a objeto de comprender la distancia, el abismo, presente entre
los ideales con los cuales se fraguó la naciente república y entre
quienes, hoy, se presentan como los legítimos herederos de dichos
ideales, asombrosamente alambicados y pirateados con retazos de
leninismo, maoísmo, terrorismo islámico, castrismo y hasta palerismo,
según la receta dada por el foro paulista. Al final, todo vertido en una
botella de miche y debidamente batido hasta destilar los fermentados y
pestilentes olores de un despotismo gansteril, bajo la lúgubre sombra
del narcotráfico.
Según Montesquieu, la naturaleza de
un determinado régimen deriva de las bases sobre las cuales se erige su
particular modo de ser y de pensar. Su principio, en cambio, consiste en
el modo como sus ciudadanos actúan en concordancia con la mencionada
naturaleza. El principio es la pasión que los mueve, el impulso que los
hace actuar en función de su naturaleza, dando legalidad y justificación
al corpus natural. De ahí que a dicho principio Montesquieu lo denomine ressort.
Así, por ejemplo, el principio de la tiranía es la violencia y el del
despotismo es el miedo, mientras que el principio de la democracia es la
libertad y el de la república es la virtud.
No obstante, y a diferencia de
Montesquieu, Voltaire considera que el principio de la república no es
la virtud, sino el honor. De modo que mientras para el primero el honor
es principio de la monarquía, para el segundo lo es el de la virtud. Y
así, pues, según la interpretación que cada uno de estos autores ha
hecho, la virtud y el honor intercambian sus posiciones, a pesar de que,
para ambos, cumplen la función de expresar el modo de actuar –ese
resorte que impulsa– constitutivo de una determinada ciudadanía. Salias o
Bello, lectores de los grandes pensadores franceses, lo sabían muy
bien. La ley se va respetando a medida que la mueven la virtud y el
honor. En eso radica la gloria de un pueblo. Pero, ¿qué significa, para
estos filósofos franceses, virtud y honor? Ni el “virtuosismo” del
violinista ni las virtudes morales en el sentido kantiano. En el
estricto sentido de Maquiavelo y Spinoza, es el vínculo, la disposición
que tiene cada individuo con su sociedad. Es –como dice Montesquieu–
“una renuncia al sí mismo, lo más difícil que hay”. Solo el amor al bien
público engendra todas las virtudes particulares. Y es en esto, por
cierto, que consiste la idea hegeliana de eticidad.
De este principio supremo está
compuesta apenas la primera estrofa del Himno Nacional venezolano. Y es
contra la sociedad despótica, la sociedad del miedo y de la violencia
tiránica, que dirige su canto supremo. Lejos de su cadencia se
encuentran los modelos tiránicos, la adoración al “líder supremo”, al
temible caudillo militar, al sargentón revanchista, al vengador del
resentimiento y el odio esparcido. La Virtù no apunta en la
dirección del culto a la personalidad sino que, todo lo contrario,
apunta contra su morbo, en actitud de insurgente arrojo. Porque la
libertad es tan osada y desafiante como lo es el amor. No imaginó nunca
Guzmán Blanco que al oficializar el “Gloria al bravo pueblo” estaba
sembrando en la conciencia civil de su tiempo la semilla de una
república sustentada no en los caprichos de uno o en la corrupción de
algunos, sino en la conformación del respeto por las leyes y las
instituciones que sustentan la vida civil. Seguir interpretando la
política como un negocio, como un juego de franquicias para obtener
vanidades y riquezas, carece de toda virtud y de todo honor. Más pronto
de lo que se piensa, la semilla vuelve a prender para convertirse en
roble.
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