El mal se llama socialismo
El mal es real, y tiene consecuencias reales. No es solamente una disquisición académica. Es una pregunta que queda por responder en el transcurso de esto que estamos viviendo en términos de violencia, crueldad, muerte, hambre, enfermedad, infortunio y la indiferencia colectiva respecto de lo que otros conciudadanos están padeciendo. Algunos temen el planteamiento explícito de la vivencia del mal. Esto es así porque su reconocimiento obliga a la denuncia y a la decisión personal sobre cual flanco escoger. El mal, su presencia, obliga a las definiciones, y a las consecuencias de esas definiciones.
Los cuatro jinetes del apocalipsis están cabalgando sobre el país. Comencemos por lo obvio. El jinete de la muerte nos está afligiendo.
Los venezolanos estamos sufriendo los estragos de una incomprensible
violencia. 307.920 víctimas de un sistema que inhabilita el derecho a la
vida equivalen a la afectación del 1% de la población actual. El jinete que complementa y da sentido a este baño de sangre es el de la guerra.
Una guerra civil no declarada, cuyos argumentos son la impunidad y un
estado en condiciones fallidas, colocan a todos los venezolanos en
riesgo mortal. Una guerra civil emprendida contra la protesta civil, a
la que se aplasta a sangre y fuego, con el costo terrible en vidas
humanas, cárcel y exilio. Una estrategia de aniquilamiento que se hizo
patente en los excesos aplicados al caso de Oscar Pérez, y que ahora
permite al gobierno ir más allá de cualquier frontera del estado de
derecho para lograr sus objetivos. El régimen tiene años en guerra
contra la libertad. El jinete del hambre se ceba en los sectores más vulnerables de la población.
Las cifras de desnutrición anticipan generaciones enteras desvalidas de
la posibilidad de encarar, en condiciones competitivas, sus propios
proyectos de vida. El hambre asola la capacidad para pensar y crear,
pero sobre todo la capacidad para reaccionar. Los que comen basura han
descendido a los infiernos donde la dignidad y los derechos se han
subordinado a la precaria supervivencia. No es menos pavorosa la presencia del jinete de la conquista.
A pesar de que nos cuesta reconocerlo, estamos invadidos por los
intereses del narcoterrorismo regentados por Cuba, que actúa como
potencia imperial, a pesar de lo insólito que resulta la forma como se
apropió de nuestro territorio, recursos y centros de decisión. Hugo
Chavez fue a la vez el mal encarnado y su canal más conspicuo. No puede
ser otra cosa que el mal en acción el que permite tanto ultraje sin que
nosotros consigamos sacarnos de encima toda esa iniquidad. O la
conquista interna que supone la ocupación de los espacios
institucionales a través del despotismo destructivo que practica la
espuria entidad constituyente. Somos población invadida, cercada,
confinada a los grises espacios de la sobrevivencia.
El mal es un resultado que tiene actores.
Es a la vez protagonismo y secuelas. El mal es el poder corrompido que
deja de ser útil para el orden social de la libertad, y comienza a
propagar la servidumbre. Y no hay puntos medios. Por eso mismo resulta
inaceptable la práctica del “perdonavidismo de los promedios”.
La descripción del mal no es exacta si se practica la tibieza
argumental. Encararlo exige claras definiciones y la visualización de
dolorosas tendencias. No hay derecho a la vida donde hay temor por la
vida. No se respeta la propiedad si un funcionario, ejerciendo la más
obscena impunidad, decide si la vas a conservar o no. No hay dignidad
cuando para sobrevivir necesitas hurgar entre la basura. No hay
felicidad si tienes hambre. No hay visión de futuro cuando el temor es
constante. No hay humanidad en el silencio, la censura y la represión. Y
la soberanía es una mascarada si las decisiones estratégicas y el
destino de los recursos esenciales son decididos por Cuba. Como se
aprecia, no es un tema de estadísticas, mucho menos de encuestas. No se
trata de si el mal es popular. Se trata de que es inaceptable. Hitler
era muy popular, y ya sabemos los ardores internos que provocaba Fidel
Castro. Lo que pasa es que el mal se sirve de la seducción y el engaño.
Por eso San Pablo en la segunda carta a los Corintios advertía contra su
táctica: “No debe sorprendernos, porque el mismo satanás se disfraza de
ángel de luz”.
El mal se aprecia en el sufrimiento de los
demás. Permitir el desconsuelo, el dolor y la desolación de los otros
exige primero un esfuerzo de cosificación mediante el cual se despoja de
la condición humana a quienes se quiere someter o destruir. Por eso el
mal se vale de la indiferencia criminal y de la explotación de los
perjuicios. Se es indiferente desde la inacción o desde la mera
expectación. Cuando el régimen deja morir de hambre a un preso, o no le
importa dejar sin medicinas a los trasplantados, ejerce una apatía
criminal que los hace culpables y responsables. Cuando un ciudadano no
se escandaliza de los infortunios del prójimo, cuando no levanta su voz y
sus manos exigiendo rectificación, está siendo corresponsable de lo que
por cuenta del régimen está ocurriendo. El pecado capital de pereza se
exhibe cuando en lugar de hacer, exigimos a los otros propuestas y
acciones. No es endosable la responsabilidad ni la virtud.
El mal abunda en la descalificación. Es desgraciadamente rico en la
posibilidad de segmentar entre los propios y los demás. Es por eso por
lo que gusta de la división y es abundoso en descalificativos. Ellos
siempre se adjudican la esencia de lo indispensable, el resto terminan
siendo descartable. El mal es discriminación ¿Por qué no nos rebelamos a
seguir en el pozo de la displicencia?
El mal se solaza en el análisis y en la
digresión retórica. En el plano de la teoría el mal se hace pasar por
bien. Transforma crímenes en costos, y abismos en plataformas para
seguir avanzando. El mal reducido a estadísticas se hace leve. El mal se
despliega cómodamente en el cálculo de las conveniencias que asumen
como perfectamente normales los tiempos de espera, progresividad y
exigencias de conversión que resultan imposibles de implementar. El mal
se alimenta y fortalece con esos desplantes de corrección política, de
falsa decencia republicana que pide al hambriento que siga pasando
hambre, al enfermo que se inmole, al preso que aguante y al que padece
violencia y represión que siga sacrificándose, mientras ellos, los
adalides de la falsa decencia juegan a los dados, negocian, y se pasean
por el mundo pidiendo mejoras incrementales en la calidad de los
procesos electorales. ¿Cuántos muertos, lágrimas y vidas desgastadas se
habrán sacrificado en el altar de las malas estrategias, de la
ingenuidad culposa, de los arreglos subyacentes?
San Agustín propone que el mal es la
privación de todo bien, que nos conduce a la nada. En eso consiste la
liquidación de cualquiera que se oponga, y para eso sirve la brutal
capacidad que en la actualidad tiene el poder para violentar la promesa
originaria de servir a la vida y a la propiedad de los ciudadanos a su
cuidado. El mal siempre tiene vocación totalitaria, absoluta. El
filósofo argentino Víctor Massuh lo narra como “la quiebra de la razón y
la locura que pierde su pudor”. Toda experiencia totalitaria es
irracionalidad lujuriosa, que se va perfeccionando con cada crimen.
Parafraseando a Jorge Semprún, en nuestro caso “nada es verdad, salvo la
lista personalizada de todos aquellos que han padecido y perecido por
esta ráfaga de violencia socialista. Nada es verdad, salvo la ausencia y
el vacío que todos ellos han dejado. Nada es verdad salvo el miedo, el
sufrimiento acumulado, la rabia, la decepción y la desbandada”.
Algunos previenen contra este discurso
centrado en el mal. Lo tildan de pretencioso y peligroso, porque ¿quién
asegura que ellos son los malos, y que en todos los casos ellos
participen de esta lógica del mal? ¿Quién nos permite escindirnos entre
ellos y nosotros? El mal es actor y consecuencias, y también se ceba en
nuestro recato. ¿Cómo sabemos que ellos son el mal y nosotros estamos en
el flanco del bien? Jesús nos da la pista. Es malo quien produce el
mal. Es bueno quien provoca el bien. Por sus obras los conoceréis, dice
el evangelio. El mal germina en esos momentos de nuestra historia en los
que las normas de moralidad mínimas, aquellas necesarias para la
convivencia desaparecen o son fatalmente eliminadas. Y de allí se
extiende hasta confines inenarrables de muerte, violencia y destrucción.
¿No es eso lo que estamos viviendo? ¿No sabemos nosotros cual es la
causa raíz de todas nuestras angustias? ¿No hemos inventariado una y
otra vez nuestras derrotas, duelos, traiciones, represión, sacrificios y
muertes? ¿No nos sentimos ahora más desvalidos? ¿No se nos hacen
lejanas la felicidad, la autonomía y la libertad? ¿No son acasos malos
frutos, agrios y ponzoñosos, esos que nos da todos los días el
socialismo del siglo XXI? Sus frutos son el mal, y el mal produce esos
frutos.
Dos lecciones adicionales servirán de
epílogo a esta larga reflexión. La primera lección es la
irreversibilidad del mal. No puede el buen árbol dar malos frutos, ni el
árbol malo dar frutos buenos, dice el evangelio. La segunda lección es
la necesidad de extirpar de raíz la causa del mal. Todo árbol que no da
buen fruto es cortado y echado en el fuego. No se preserva, se elimina
porque no se puede convivir con el mal absoluto que siempre significa la
desgracia del otro, el envilecimiento del otro, la ignominia del otro.

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